lunes, 19 de abril de 2010

¡Señor mío y Dios mío!

Palabra del domingo: 11 de abril del 2010

El domingo anterior celebramos la Resurrección del Señor, meditando un texto que nos recordó que Jesús se distinguió por haber pasado por el mundo “haciendo el bien” (Hch 10, 38). Nuestra Madre Iglesia, ahora, ofrece un relato del Resucitado, demostrativo de la profunda transformación que enfrentaron los discípulos ante el evento de la Resurrección (Jn 20, 19-31).

Convocados a ofrecer la paz

Los discípulos estaban atemorizados y, de pronto, Jesús, el Señor de la Vida, se presentó y les participó su don por antonomasia: “La paz sea con ustedes” (v. 19). El evangelista no quiere dejar ninguna duda acerca de la identidad del Resucitado, por lo cual nos dice que Jesús mostró las manos y el costado, para que sus heridas se convirtieran en sus señas de identidad (véase v. 20a). Cuando los discípulos reconocieron a Jesús como el Señor, pasaron del miedo a la alegría, que es el sentimiento básico de la realidad pascual (véase v. 20b).San Juan tiene especial cuidado en transmitir que Jesús de nuevo les manifestó: “‘La paz sea con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo’. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar’” (vv. 21-23). Este saludo envuelve un vitalizador programa, porque para los judíos la paz no implica sólo ausencia de problemas, sino plenitud de vida. La paz del Señor que capacita a los discípulos para cumplir su misión, nace de lo más recóndito del Misterio Trinitario. Nuestra misión tiene como fin, en consecuencia, transmitir al mundo entero esa paz ofrecida por Jesús.

Para que creyendo tengan vida

A un miembro de la comunidad que estaba ausente cuando Jesús los visitó, el testimonio de sus hermanos no le convenció (véanse vv. 24-25). Ocho días después, el Señor se presentó otra vez (véase v. 26), y la experiencia de su presencia provocó que el dubitativo Tomás, en las heridas de Jesús, descubriera su divinidad y emitiera la más contundente confesión de fe contenida en los Evangelios: “¡Señor mío, y Dios mío!” (v. 28). El Resucitado contestó con una bienaventuranza que constituye la cumbre del relato: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto” (v. 29).Esta bienaventuranza se explícita con la primera conclusión del Cuarto Evangelio, en el que su autor expone su objetivo, que consistió en valerse de su pluma para dar testimonio de Jesús, el Señor de la Vida y, motivar así, la fe en los destinatarios de su obra, que incluye a todas las generaciones que recibirán el mensaje pascual de la predicación cristiana: “Otros muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos en este libro. Se escribieron éstos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre” (vv. 30-31).

Tiempo de aleluya

En este domingo nos solemos fijar mucho en Tomas. De él se dice que era incrédulo. No creo que lo fuese mucho más que los otros discípulos. Ni siquiera más incrédulo que nosotros mismos. Simplemente pasa que no es fácil acoger una noticia tan sorprendente, tan buena, tan creadora de esperanza, como la resurrección. No se asimila en un momento. Hace falta tiempo. Nos hace falta tiempo. Quizá sea esa la razón por la que la Iglesia dedica 40 días a la Cuaresma y 60 a la Pascua. Hasta va a ser más fácil convertirnos (Cuaresma) que creer en que el amor de Dios es tan grande que nos ha regalado en Jesús la vida plena, la vida para siempre (Pascua). Estamos empezando este tiempo de Pascua. No hay prisa. Ya llegará el tiempo para darnos cuenta de lo que significa en la práctica vivir creyendo en Jesús resucitado. Por ahora, basta con experimentar la misma alegría de los discípulos. Y con dejar que de nuestro corazón brote, agradecido, un continuo “¡aleluya!”

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