jueves, 1 de abril de 2010

'Bendito el que viene en el nombre del Señor'

La cristiandad, la Iglesia, canta en la solemne liturgia de este Domingo de Ramos:
Jesús, montado en un borrico, entró triunfante en la ciudad de Jerusalén, la ciudad de David. Entró y la conquistó...
Jesús, montado en un borrico, entró triunfante en la ciudad de Jerusalén, la ciudad de David. Entró y la conquistó. Se estremeció toda la ciudad santa. “¡Hossana el hijo de David!”, eran los clamores ante su presencia. Ni los fariseos, ni los doctores de la ley, ni los sacerdotes del templo pudieron, aunque quisieron, apagar el entusiasmo del pueblo ni su clamor unánime.
Las multitudes no podían dejar en silencio la admiración, el entusiasmo y la gratitud. Estalló ese domingo; ese domingo fue más santo, más bello, más alegre que las otras fiestas del pueblo allí apiñado y de la propia ciudad.
¡Él, Jesús, era el que habría de venir! ¡No había que esperar a otro!
Muchos siglos de espera habían transcurrido y al fin era el momento. Jesús, el hijo de David, llegaba en nombre del Señor. Era el rey de Israel.
El descendiente de David era recibido con palmas, con ramas de árboles; la gente tiraba sus mantos al paso del manso jumento en que el rey llegaba a tomar posesión de su ciudad. El Reino de Israel había llegado...

Hoy, veinte siglos después, la Iglesia ferviente canta

La cristiandad, la Iglesia, canta en la solemne liturgia de este Domingo de Ramos. Ahora, no una muchedumbre, sino muchas muchedumbres, cada parroquia cada comunidad, entonan con alegría himnos y cánticos al Rey pacífico. Viene a todos y cada uno con la majestad de Rey, la eternidad de Dios, la bondad del Redentor, la mansedumbre del Cordero que quita los pecados del mundo, la humildad de la víctima; viene como vino, con amor y por amor. Viene a darse como cuando “amó, se anonadó, se entregó”.
Todo en Cristo no es tiempo, es eternidad. No una página de recuerdos en el polvo de la historia --aunque sea historia tierna, conmovedora--, sino realidad palpitante ahora en el libro de la vida de todos y cada uno. Cristo está adentro, muy adentro, en la vida de la Iglesia.
Las palabras “Jesús es el Cristo” y sus hechos son vida eterna, porque vivos están siempre y producen vida.
El pueblo cristiano canta jubiloso, y no es sólo un recuerdo, sino la presencia viva de Cristo.

Cristo viene ahora, en este siglo, a dar y a pedir

Ahora, como entonces, viene a dar la vida. “Quiero que tengan vida y la tengan en abundancia”. Vino y viene para entregar su vida, a morir para que todos vivan. “Si el grano de trigo no cae en tierra, queda infecundo, y si cae y muere dará mucho fruto”.
Sabe que es gloria pasajera, fugaz la alegría de los rostros al recibirlo con ramos y palmas; sabe bien lo tornadizo y voluble del sentir y querer de las multitudes. Apenas habrán pasado cinco días y esas mismas bocas gritarán llenas de odio “¡crucifícale, crucifícale!”. Mas, ¿por qué lo sabe? Porque la voluntad de su Padre y su propio anhelo es entregarse al sacrificio cual mansa oveja, sin abrir la boca, sin quejarse. Ha venido, y viene, a darse día tras día.
La celebración eucarística de cada día, y desde luego la de hoy, es memorial de la pasión, de la muerte y de la resurrección de Cristo. En cada misa Cristo sacrificado, y ahora glorioso, se entrega. Miles de creyentes lo reciben, lo hacen suyo en la sagrada comunión.
Él da todo, se da todo. Pero también pide: viene en medio de esta marea humana, en este siglo tan globalizado, de explosión demográfica, soledad e individualismo, y busca en cada uno la puerta de su corazón. Toca y espera que cada uno le abra la puertas de su corazón. Quiere que cada uno lo conozca, que se le acerque, que lo trate, que lo ame.
San Pablo en su Carta a los Filipenses abre las compuertas de sus sentimientos íntimos y salta de alegría de haber encontrado a Cristo, hasta
exclamar que todo lo de antes, para él, es basura. Cristo da, se da, pide. Hoy, si escuchas su voz, no quieras endurecer su corazón. Es tiempo de gracia, es una invitación a la vida.

Un Mesías crucificado

A la triunfal entrada del Mesías a la ciudad real, están unidas la verdadera glorificación, la pasión, la cruz, la muerte, la resurreccción. “Cuando yo sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí”. Así lo anunció Juan 12, 33.


En la celebración eucarística de este domingo la Iglesia canta en el prefacio:
“Cristo, siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales”. Y en el mismo canto da gracias a Dios porque “así, al morir, destruyó nuestra culpa, y al resucitar fuimos justificados”.
Jesús entra en Jerusalén glorioso y además decidido. Sabe lo que le espera: allí entre esa multitudad encontrará su Pascua completa. Así también en la vida del cristiano van unidas, inseparables, cruz y gloria. El seguimiento de Cristo es para llegar con Él a la gloria, a la salvación; pero mientras se va, mientras el hombre es peregrino, debe de cargar su cruz. No se puede entender un cristianismo sin cruz. Cristo lleva el madero sobre sus espaldas y allí van los sufrimientos y los pecados de todos los hombres.
El cristiano, el auténtico seguidor de Cristo, es quien acepta su propia condición y echa sobre sus espaldas sus afanes, preocupaciones, ocupaciones y penas de cada día. Aprende a vivir en su cotidiano caminar, la comprometedora frase “Hágase, Señor, tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. Así la propia cruz, en unión de Cristo, es ya el principio de la propia glorificación, y ésta en su plenitud no en el tiempo, sino en la vida eterna.
La sabiduría de los santos está en conocer a Cristo, en acercarse a Él, en estar unido a Él, a identificarse con Él, a padecer con Él.

Un Mesías redentor

La palabra redención ha quedado en mucho como algo sin sentido. El verbo redimir significa pagar. Cinco años esperó prisionero Don Miguel de Cervantes Saavedra que alguien, generoso, llegara con una bolsa repleta de monedas y pagara, y así el cautivo recobró su libertad.
En estos tiempos de tristezas, cuando secuestran a un desafortunado la devolución del infeliz tiene precio. “Cristo nos redimió no con oro ni con plata, sino con su propia sangre”.
Los libros del Antiguo Testamento son un anuncio, una esperanza de que vendría un redentor; los del Nuevo Testamento son la alegría expresada en pechos que lanzan el “¡Hosanna al Hijo de David!” y brazos jubilosos que agitan palmas.
En veinte siglos de cristianismo, el pensamiento, la alegría, la esperanza del creyente han sido siempre que Cristo ha redimido a los pecadores --todos ellos-- de la esclavitud del pecado. Es un concepto que radica en la entraña misma de la revelación cristiana.
El pecado es una caída, la redención es levantarse; el pecado es una enfermedad, la redención es la salud; el pecado es una deuda, la redención es perdonarla; el pecado es una grave culpa y la redención es borrarla, expiarla, dar satisfacción; el pecado es la pérdida de una amistad, la redención es la redención, es el abrazo.

Un Mesías liberador

Si se ha pagado el precio del rescate, entonces el que era prisionero o esclavo sin duda saltará de alegría al sentirse libre.
San Pablo --antes un fariseo apegado a la ley, los profetas, las tradiciones y la letra-- encontró en Cristo la verdadera libertad y así lo expresa: “En quien tenemos (Cristo) la redención por su sangre, la remisión de los pecados” (Efesios 1, 7).
En la Carta a los Romanos dice: “A quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, por la tolerancia de los pecados pasados” (Romanos 3, 25).
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición” (Gálatas 3, 13).
Y en otros aspectos, ahora en este siglo, muchos al acercarse a Cristo se han liberado de otras esclavitudes: de depresiones y angustias psicológicas, de ambientes adversos sociológicos, de temporalidades, de políticas. Pero hay que buscarlo, estar cerca de Él, porque “muchos otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad, y abrigan el convencimiento de que el futuro reino del hombre sobre la tierra saciará plenamente sus deseos”.
Son quienes han experimentado en su vida personal la acción redentora de Cristo. Cristo libera, rompe las cadenas del odio, del rencor, de la codicia de las cosas terrenas y de ese insaciable deseo de poder. Libre es quien no se entrega a esas pasiones.

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