miércoles, 20 de enero de 2010

Por prudencia y sensatez, Primero piensa; después habla

Mons. Miguel Romano Gómez, Obispo:
Quiero compartir un testimonio y una reflexión acerca de algo que puede ocurrirnos en cualquier lugar y momento:
“Estallé. Comencé a hablar, revelando confidencias. Después me arrepentí de lo dicho; quería nunca haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde. ¿Por qué no me quedé callado? ¿Por qué me venció la ira, el coraje y el orgullo? Yo creí que era una persona madura, de fiar, con notable firmeza… pero descubrí que no había tal.
“En menos de un minuto, todo había cambiado; todo se había perdido. Comprendí que nada era igual; la confianza se perdió; sólo me queda cambiar de fondo y en verdad para recuperar la confianza”.
Relatos como éste, ocurren cada día y entre nosotros, con las consecuencias que uno alcanza a advertir.

Los arrebatos destruyen
Todos hemos experimentado, de una manera o de otra, una sensación parecida en algunos momentos de nuestra vida. Quizá, por un tonto y simple instante de orgullo, hemos dicho, hecho o dejado de hacer algo, de lo cual, a pocos momentos, nos hemos arrepentido; mas ya no había remedio. Es el orgullo, la soberbia, la altanería, lo que nos hace perder el control de nosotros mismos.
Y cuando esto sucede, aunque sea muy brevemente, en algunos segundos se pueden destruir afectos, el respeto entre las personas o entre nosotros… Quizá en esos “relámpagos de cólera” es donde se observa más claramente lo que supone estar alterado y sometido a una fuerza ciega y ajena a cualquier tipo de argumento razonador.
Perder el control no suele tener un efecto liberador. Lo normal es que, posteriormente, produzca un intenso sentimiento de frustración y que al poco tiempo suframos una profunda decepción de nosotros mismos. Este comportamiento suele ser siempre contraproducente y, con frecuencia, también constituye un espectáculo lamentable.

La cólera nubla y conduce al error
Por otra parte, son emociones contagiosas que generan comportamientos detestables, pues cuando un hombre está irritado, la razón le abandona.
Por eso, cuando veamos que la ira empieza a dominarnos, se precisa la prudencia; es urgente esperar y examinar la situación con tranquilidad; la ira nos vuelve “subjetivos”, pero la serenidad nos ayuda a mejorar el alcance de nuestra objetividad.
Por la ira y el orgullo solemos perder la claridad y llegar a correr graves riesgos; la humildad y la amabilidad, en cambio, pueden ayudarnos a ver lo que tenemos qué hacer para bien de nosotros mismos y provecho de los demás. Una buena lectura, un consejo o mejor ejemplo nos motivarán, sin duda, a reconocer y corregir errores, y alimentarán positivamente nuestro espíritu.
Ser conscientes de la importancia de determinados momentos, en los que podemos perder o ganar mucho, es una de las claves en el evangélico arte de saber vivir.
“¿Cuántas clases de mortificación hay? Hay dos: una es interior, y la otra es exterior, pero las dos van siempre juntas” (Santo Cura de Ars, Sermón sobre la Penitencia).
Que la Madre de Dios y San José nos alcancen de Cristo Jesús la gracia de gozar de la reflexión para gustar del bien hablar y de la fecunda oración.

No hay comentarios:

Publicar un comentario